De Uber y otros demonios

El Estado costarricense ha fracasado en ordenar el transporte público en lo que al servicio de taxi se refiere. Pasamos de tener una batalla entre taxistas y piratas, a una lucha entre taxistas, servicios especiales de taxi y piratas, y  si por la víspera se saca el día, ahora todos le declararán la guerra a Uber. ¡Éramos tantos y parió la abuela! La batalla es por algo que no representa ningún valor al consumidor: una licencia gubernamental para prestar un servicio que en esencia debería ser privado. La regulación que el Estado ha efectuado sobre la materia, lejos de enfocarse en que el consumidor reciba mejor servicio, ha servido únicamente para que unos pocos ciudadanos sean titulares de una prebenda administrativa en la figura de una placa de taxi. Los porteadores reclamaban el derecho a que el mercado se abriera, y la respuesta estatal en 2011 fue garantizarles su propia prebenda en la figura del servicio especial de taxi, pasando ahora éstos a defender su prebenda por encima de quienes llegaron tarde a la repartición. Con respecto a Uber, el MOPT ya ha manifestado que en su criterio requiere una licencia gubernamental para operar, lo cual es curioso porque Uber, como tal, no posee vehículos, es simplemente una plataforma digital que facilita el contacto entre quien requiere un servicio de transporte y quien se ofrece a prestarlo. Los taxistas se quejan de que Uber es competencia desleal al no estar sujeto a las regulaciones a las que ellos lo están, que como ya mencionamos en muy poco o en nada benefician al consumidor. Siendo evidente el fracaso estatal en la regulación del transporte, lejos de pretender imponer regulaciones a nuevos operadores, lo que debería hacerse es reducir las regulaciones para que los operadores tradicionales puedan competir en igualdad de condiciones. Quien hace que los taxistas compitan en una condición de desventaja no es Uber, es el Estado al imponer regulaciones que no aportan ningún valor agregado al servicio que se presta. No se trata de que no existan regulaciones, sino que esas regulaciones sean proporcionadas y lógicas. Más allá de que las unidades tengan revisión técnica vehicular al día, un seguro de responsabilidad civil y un conductor con licencia, no deberían existir otras reglas especiales, ni mucho menos, una intervención estatal que diga cuántas personas pueden prestar este servicio ¿Acaso hay reglas que digan cuantos abogados, futbolistas, empleadas domésticas o albañiles debe haber? El diseñador e inventor estadounidense Richard Buckminster decía que no se cambian las cosas combatiendo la realidad existente, sino construyendo un nuevo modelo que haga obsoleto el modelo actual. Esa es precisamente la solución a la que empresas como Uber, Airbnb y otras de consumo colaborativo han implementado a nivel mundial. Quien utiliza el servicio de Uber lo encuentra muy superior al del taxi tradicional, y de hecho, probablemente si los conductores de taxi tradicional se informaran sobre las condiciones de negocio de Uber, no dudarían en prestar sus servicios bajo dicha plataforma. Uber simplemente ha creado un servicio que hace que el taxi tradicional sea obsoleto, y los consumidores responden a ese modelo con una aceptación prácticamente unánime en todas partes del mundo. La guerra que los taxistas le han declarado a Uber está de entrada perdida. Podrán dificultar su operación como ha sucedido en otras latitudes, pero este es un fenómeno mundial que tarde o temprano terminará operando en el país, y al cual no debe el Estado privar a los consumidores. Por último, debemos recordar que los vehículos autónomos serán una realidad en pocos años, y de hecho Google –inversionista en Uber- es una de las empresas que va a la cabeza en la carrera por su comercialización. La combinación de vehículos autónomos y Uber terminará de convertir al taxi tradicional en una pieza de museo. No se puede tapar el sol con un dedo, ni ponerle límites a la innovación.